Imagen de San Vitores de Casalarreina
Una de estas leyendas se titula: LOS MARFILES DE SAN VITORES
Armand de Breuil arribó a las tierras que el Oja regaba una Navidad, cuando el doceavo de los siglos desde el nacimiento de nuestro Señor ya mediaba. Caballero que de tierras de los francos venía, de la lejana Bretaña, donde desde que uso de razón tuvo con crueldad y mano dura, en la guerra y en la paz, se había comportado, tanto con enemigos de su feudo como con villanos que al mismo atados estaban por invisible pero irrevocable contrato. Negra era su conciencia, al igual que el hábito con el que cubría su cuerpo que ya frisaba la cincuentena, traje talar en el que se enfundó para ir desde sus tierras aledañas a la ciudad de Rennes hasta la tumba del santo Santiago allá en el final y confín del mundo conocido. Ante la tumba del discípulo de Cristo acudía para lavar mancha que como costra se adhería a su pétreo corazón, pues innumerables habían sido los crímenes y tropelerías que en su vida, teñida por la sangre de muchos otros, había cometido sin sentir ni padecer ninguno de los tipos de remordimiento.La muerte de la esposa y de su única hija más que bien amada, presas del seguro divino castigo en la más espantosa de las lepras que del oriente venían, hizo que Armand de Breuil, el que tanto las había querido, amado y protegido, tomase conciencia que ellas eran las que habían penado, en sus cuerpos podridos, los cientos de pecados infernales que él cometió. Así que el mismo día en que tierra dio a las dos desgraciadas, cuya muerte el acero de su espada aceleró, el parricida, a lomos de un caballo de los de laborar la tierra, un percherón, salió a los caminos, sin espada ni cota de malla, sin blasones que en su ropa anunciasen que de casa noble y linajuda lo era, sin monedas de oro y sin otra prenda de abrigo que aquel hábito que por la fuerza había tomado de un monje, que vida monacal hacía en comunidad en uno de los monasterios de su amplio y rico señorío. El viaje duro resultaba, pues ya desde el Otoño el invierno había tomado como suyo lo que no le pertenecía, y las lluvias, las nieves y los hielos, su rostro azotaron sin piedad, mortificando cada músculo y hueso del noble peregrino criminal. Mal comió de la caridad aldeana, que escasa era, pues mala había sido la cosecha de cereal aquel verano y las despensas vacías estaban. Muchas jornadas fueron sobrellevadas a base de agua y bellotas, y algunas con raíces que del duro y pesado suelo con las manos arañadas por cientos de espinos arrancaba. Y cuantas más eran las penalidades, mayores los fríos, inaguantables los dolores que desde los huesos helados día y noche le torturaban, feliz se veía el penitente, pues bien sabía que sólo con su personal sufrimiento podía enmendar daños que vuelta atrás no tenían, pero que sí su alma podían limpiar para el día en fuese llamado al tribunal inapelable de los Justos. Llegó cuando el mes de diciembre de nieve cubría todo el reino de los francos al confín de la Aquitania, a las tierras arenosas de la Landas de dunas cubiertas, espacio de alimañas, refugio de bandidos y huidos de la justicia de Dios y de los hombres, antesala de aquella Hispania que por el norte debía de recorrer para poder abrazar la tumba mágica del santo Santiago. Cruzó como mal pudo aquellas tierras seguramente por el diablo colocadas, llegando hasta la costa y de allí fue bajando hasta el lugar que como Álava era conocido, en pos de la Villa del Santo Domingo, ya en lo por el río que las atravesaba algunos Rioja denominaban. Subió hasta el monte que albergaba la ermita de San Felices, santo muy venerado como también lo era su discípulo el santo Millán, y desde allí contempló, en mañana de cielo raso y helada que de escarcha todo lo cubría, el gran río que de los Iberos llamaban, viendo que hacia él fluía otro más pequeño y serpenteante, el que Glera u Oja llamaban en el lugar. Camino puso a una peñas, de que Jembres le dijo un pastor así se conocían, y al llegar a ellas comenzó el descenso con el horizonte puesto en la vega que frente a él tenía, sabiendo que si recto el camino hacía, en una jornada en la Villa del Santo Domingo estaría, donde pensaba descansar unos días, al asilo que allí se daba a los peregrinos, pues más que mermado de fuerzas ya andaba. Caía ya la temprana y heladora noche del día de la Natividad del Señor cuando en puertas tenía un pequeño villorrio que Naharruri por entonces se denominaba, señorío de vizcaínos, donde cuadra buscaría para dormir junto a su bravo percherón, y cerca ya estaban las primeras casas de los villanos campesinos, cuando en un recodo del camino gente malencarada le cerró el paso. Pensó el bretón que podía tratarse de los peligrosos descendientes de los bagaudas, advertencia que sobre ellos el pastor le dio, pues eran gentes que ni a dios temían y tampoco al diablo, pues en crueldad y maldad al demonio bien de largo ganaban.
Alto de malas formas dieron al peregrino, y siendo como eran salteadores casi desde la cuna, pronto el que jefe de la horda hacía, diose cuenta que aquel hombre embutido en pobre y ralo traje talar, principal lo era, así que le exigió la bolsa y que su cuerpo desnudase para descubrir joyas que ocultas seguramente estarían. Al percatarse de que aquel noble extranjero nada de valor portaba, mal genio se hizo en la banda que sangre clamaba en algarabía blasfema.
Armand de Breuil la cara de la muerte vio para sí por primera vez, disponiéndose a morir degollado, en tierra hincó las rodillas, ofreciendo el cuello a los criminales salteadores, a la vez que a la protección del Santo Martín de su tierra franca de Tours encomendaba su alma para la que veía seguro transito al infierno. Cerró los ojos dando como último pensamiento a la vida el recuerdo de su esposa y de la hija que la lepra había comido por causa de su vida de violencia y atropellos sin cuento.
Y he aquí que en lugar de sentir el frío de un tajo de mandoble certero, el milagro se produjo y en un halo de cálida y refulgente luz se destacó la incorpórea figura de un hombre que del suelo levitaba, portando en su mano la cabeza que sobre su cuerpo no se hallaba y que con voz estentórea hizo huir a la horda de aterrorizados salteadores asesinos.
Despertó el bretón en cálida cama, oyendo voces que a lengua de los galaicos sonaban, quienes cuenta le dieron que sin conocimiento lo encontraron abrazado a la tumba del santo Santiago la noche de la Navidad que ya hacía varias semanas que pasado había. Narró a los auxiliadores la historia de aquella noche en las lejanas tierras de La Rioja, interpretando uno de ellos, que clérigo versado en cuestiones que a santos y santas atañían, que había sido el Santo Vitores quien librado le había de muerte segura a manos de los que de los salvajes bagaudas venían a descender.
Regresó por mar a su feudo en la lejana Bretaña, ya con el alma limpia tras cumplir el jubileo gracias a la intervención milagrosa del santo Vitores en los aledaños del pago de Naharruri, y quiso que aquel acontecimiento quedase reflejo para los años y siglos venideros. Encargó a un sarraceno, que en Rennes habitaba, que hiciese un arqueta de marfil, bien tallada a la maniera de los cristianos del oriente bizantino. Bien hizo la obra que como maestra quedó, pues tan fina y elegante lo fue en la factura, que a gusto pagó el noble bretón la cantidad que en oro exigió el artesano, y tanta lo fue que la hacienda de Armand de Breuil mermada quedó.
Mandado mandó el franco a uno de sus leales capitanes, quien con armada escolta emprendió viaje a la aldea hispana de Naharruri, llegando sin más contratiempo a su destino, ofreciendo al sorprendido sacerdote de la pequeña iglesia advocada al santo Vitores aquella marfileña arqueta, que en su interior y en verso provenzal, contenía la historia milagrosa del santo y el favor, que como intercesión celestial librado había al peregrino que de la Francia a Compostela marchaba cuando fue asaltado por malas gentes de armas de cierta muerte..
Pasaron los años y la arqueta era venerada en la localidad y en los alrededores y como un tesoro en la Iglesia de San Vitores, que también en memoria del franco fue consagrada al santo Martín de Tours.
Más pasados los siglos llegaron las guerras de bandería en el reino de Castilla a causa de la impotencia de don Enrique para domeñar a sus nobles, y también de la pendencia que con su hermana Isabel por el reino de Castilla y su sucesión tenía. Años de correrías, de hierro y fuego, de tierra quemada, de hambre y de enfermedades, de bandidos y desertores que al abrigo del desgobierno campaban a sus anchas robando y cometiendo todo tipo de latrocinios y maldades sin cuento.
Una tarde de invierno, víspera de la Navidad en la antesala de la Nochebuena, gentes de la mala factura, de negro corazón y de alma podrida en el dintel del infierno, bebían en una taberna de la Villa de Haro. Quiso la casualidad que el sacristán de la Villa aneja de Naharruri, que afición por el trago tenía, acodado estuviese en mesa contigua a la de los malhechores, oyendo sin querer lo que aquellos planeaban, que no era otra maldad que la de robar la arqueta al santo Vitores dedicada.
Tembló el sacristán más de miedo que de frío ante la blasfemia que aquellos degenerados harían cuando la noche cerrada fuese del todo, y que al amparo de la oscuridad, del frío y de la nieve, colmarían. Corrió en busca de la mula que medio helada a la puerta de la taberna estaba, y aunque bien tocado por el vino, capaz fue de llegar a la Iglesia antes de que lo hiciesen los ladrones. En la sacristía no tuvo mejor ocurrencia que vestir una de las casullas de misa del párroco, hombre vizcaíno que lo era, más alto que un chopo. Cerró el cuello sobre su cabeza, dando el aspecto de un descabezado, y de esta guisa y con la cabeza que del santo Vitores que en estatua había, compuso un cuadro tenebroso, yendo a refugiarse a la altura del coro.
Pasada la media noche, dormido el sacristán de santo disfrazado, entraron la banda de saqueadores al templo, armando ruido suficiente como para despertar la conciencia del borrachín. Prestos fueron hacia el altar y cuando del mismo uno de los ladrones tomó la arqueta de marfil, una voz estentórea desde el fondo de la Iglesia se alzó recriminando su conducta criminal. Volvieron la vista los de la banda, viendo sobre el coro la figura del santo Vitores que vida parecía haber tomado y que a gritos el infierno en la muerte súbita les prometía si no dejaban en sagrado lo que sagrado era.
Empujados por la cobardía del demonio huyeron despavoridos, quedando como milagroso vencedor de gentes tan gallardas el pobre sacristán, quien convencido quedó que él no había, sino el santo Vitores quien había protegido templo y arqueta, pues él ni siquiera pudo moverse, encadenado por el miedo, para representar lo que había urdido a lomos de la mula. Así que dio cuenta del milagro al vizcaíno párroco, quien conociendo la afición por el vino, que más devoción malsana lo era en el sacristán, no dio crédito a lo que el buen hombre decía, y como sabiendo también que la lengua fácilmente se le desataba en las tabernas, decidió esconder la arqueta, pues no fuese que ideas diese el cándido a los malhechores que el día entre jarras de vino pasaban.
Y tan bien y concienzudamente hizo su labor el párroco, que la arqueta y su secreto escondite con él a la tumba se fueron, quedando para siempre perdida, en el interior de la Iglesia la arqueta marfileña de san Vitores, quedando como leyenda la historia que veraz lo es. |